Un pequeño espacio para hacer lo que más nos gusta y satisface. Una pequeña ventana en medio de los muros. Una callecita por entre los prejuicios o los clichés. Ese recuerdo intacto en la memoria. O el suspiro de colores al final de la escalera.
En medio del tráfago, de la velocidad citadina postmodernista. Al final del día o al comienzo. En el silencio de los pasos descalzos en medio de la noche. Al centro del abrazo, en el aroma de la infusión, en el crujir de esas páginas antiguas: Entre nosotros y el mundo, entre lo urgente y lo importante, entre lo que es y lo que parece.
Habita atemporal y antiespacial el duende mimo del silencio, la presencia del eterno presente como regalo de los dioses y los verbos, para acariciarnos la existencia concedida, en el eterno acto de creo y de re-creo…
Atrápalo. Atesóralo. Es lo único que vale la pena de este mundo. El sentido de toda la lucha y la redención.
El espacio sagrado en el que fluyes siendo uno con el universo en la misión irrenunciable de transformarte en ti mismo. El espacio en el que bajan todas las aguas, la fuente que contiene todos los colores, el jardín donde florece el pensamiento, el abismo donde por primera vez vuelan los sueños…
En el hogar, en el beso, en el acorde, en la síntesis de todos los signos; al final de todos pasos y al inicio de todos los libros…