Nos volvemos espectadores de la vida. De la nuestra y la de los otros, sean conocidos o no. Da lo mismo, todos somos testigos; todos sabemos –o creemos saber- todo.
A pesar de todas las ventajas de inmediatez y conectividad, la vida online nos secuestra de la vida real.
Y es precisamente en la vida real donde el hombre real existe y tiene su campo de batalla.
Es en la vida real, cuando el ser humano se posa y sopesa en cuanto a qué soy, qué tengo, con quién puedo contar, a quién me debo, qué puedo o debo hacer.
En el mundo real, donde nacemos. Y del que todos venimos,
-aunque hayamos nacido después de internet- es donde realmente se vive.
Ahí, en ese mundo se ama y se odia. Ahí y solo ahí existe el aroma del vino quemado de un asado, o la belleza eterna de un atardecer. Offline.
A pocos metros.
O al otro lado, alguien espera por tí.
El espejo no es la realidad.